Los cuentos de Mardigo – Rucio el borriquillo salinero y su inseparable hormiguilla Manué

Érase una vez, en una de aquellas salinas que rodeaban el término municipal de San Fernando, cuando aún las faenas del transporte de la sal, por tierra se hacían a lomos de los borriquillos, o cargando sacos en carromatos de tracción animal, mientras por los caños marinos, se realizaban a bordo de los candray, cuando ocurrió la historia que les voy a contar protagonizada por, Rucio el borriquillo salinero y su inseparable hormiguilla Manué.

Todo empezó cuando Rucio vino al mundo y el Capataz de la Salina, del que nadie sabía su nombre, pues todos lo conocían como Capataz o El Capataz, hasta el punto que incluso su mujer e hijos con los que convivía en la casa salinera, se dirigían a él de esa misma forma.

Capataz que tenía tres hijos, había prometido al mediano llamado Manué y único varón de los tres, que cuando pariera la burra, al borriquillo que naciera, le correspondería ponerle nombre como premio a sus buenas notas en los estudios, que al igual que su hermana mayor Carmelita y la pequeña Lolita, les impartía cada tarde su madre, Carmela, que hacía también de profesora, ante la falta de escuelas de aquella época o la lejanía entre la salina y el pueblo de las existentes.

El libro de lectura, de los tres aplicados alumnos, era un viejo ejemplar del “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, comprado por Capataz en el pueblo, aconsejado por el librero que le había convencido, asegurándole que estaba escrito por un magistral autor, llamado Miguel de Cervantes Saavedra, como también se indicaba al inicio del citado ejemplar, y que incluso, Carmela, que era mas leída que Capataz, aseguraba tener oído era un famoso e inmortal escritor de todos los tiempos.

Con estos mimbres era fácil imaginar, que los posibles nombres que se le ocurrieran al pequeño Manué, saldrían de aquellas divertidas tardes de lectura, con las ocurrencias del protagonista principal y su lacayo. Siendo así como a Manué, se le ocurrió bautizar al borriquillo, con el nombre de Rucio, que era el mismo que el autor había puesto al burro de Sancho Panza, coprotagonista y fiel escudero del hidalgo Don Quijote, en la mundial y eternamente conocida obra literaria.

La decisión de Manué, además fue bastante meditada e intencionada, pues como Carmela y Capataz, le habían prometido que solo cuando supiera leer y escribir lo dejarían ir a trabajar a la salina, quiso demostrarles que ese momento había llegado. Comentándoles a sus padres, que el motivo de la elección del nombre de Rucio, era la prueba que demostraba que ya podían considerar dejarle faenar y a ser posible de hormiguilla con su bautizado borriquillo.

Los hormiguillas de las salinas cañaíllas, eran aquellos adolescentes, casi niños, que entraban a trabajar en las salinas de aprendices, manejando los pequeños borriquillos que transportaban la sal en unos grandes sacos llamados serones, desde los tajos de la tajería donde se cristalizaba la sal, hasta el saladero, que solía estar cerca de la casa salinera o de una nave donde se envasaban en recios sacos de gruesa tela, el blanco mineral salino de cloruro de sodio.

Además de esta función los hormiguillas, eran los encargados de mantener hidratados a cargadores, espumeros y peones salineros, suministrándoles agua con el botijo que todos llenaban de las tinajas ubicadas a la sombra de la casa salinera o de la nave, mientras el vaciador de los serones iba haciendo su trabajo para que los montoneros fueran creando la pirámide de sal.

Como quiera que Capataz y Carmela, fueron convencidos por Manué, este empezó a trabajar como hormiguilla, bajo la atenta mirada además de su padre, del Sota, que hacía las veces de Capataz cuando este se ausentaba.

Precisamente este último empleado, siempre le comentaba con guasa salinera al Capataz, que Manué sabía del oficio, el doble y el triple del mas avispado de los salineros, pues no en vano empezó a mamar el oficio, cuando aún estaba en el vientre de Carmela.

Y así fue, como Rucio y Manué, se convirtieron en inseparables amigos, dentro y sobre todo fuera de la faena, pues no siempre los vientos eran propicios para secar la sal de las aguas marinas, que desde el caño llegaban a la Tajería, pasando por las compuertas, esteros, largaderos, lucio, vuelta de retenida, vuelta de periquillo y cabecera donde se repartía por los tajos o cristalizadores a través del ojal.

Cuando no había faena, Rucio y Manué, solían pasear por las vueltas de fuera, aprovechando para comprobar las compuertas, los esteros y los largaderos, haciendo un alto en su camino para lanzar la caña de pescar al caño, esperando llenar su canasto de pescado, trasladando su imaginación mientras picaban los peces el anzuelo, y el borriquillo pastaba, a gloriosas y emocionantes aventuras lejos de aquel lugar, en las que Manué, sería el Hidalgo Caballero de ágil y brillante armadura que le permitiera caminar con soltura, sin necesidad de montar a ningún animal, sin mas ayuda que la de su admirado Rucio, que en lugar de sal, portaría sus armas, defensas y alimentos con los que afrontar las peligrosas hazañas que la vida Caballeresca les quisiera ofrecer.

Hubiese faena o no, el mejor momento de la familia salinera era al caer la tarde, cuando después de cenar, mientras Carmela fregaba los platos y arranchaba la cocina, ante la iluminada mirada de Capataz que se fumaba un cigarro sin levantarse de la mesa donde apuraba el último vaso de vino, Manué y sus dos hermanas, Carmelita y Dolores, salían al patio de la casa y siempre le daban a Rucio algún cacho de pan, que este agradecía con caricias de su cuello a sus tres amigos, a los que incluso dejaba que se subieran a su lomo para pasearlos por las inmediaciones de la casa desde donde podían ver dependiendo de la época del año, numerosas aves sobre las que destacaban los flamencos y las gaviotas, que se alimentaban de coquinas, gusanas y cangrejos que encontraban en el fango, así como también jugaban al pinche con una vieja lima rota que había perdido el mango, o a los bolis con las canicas de barro, hasta que ponían fin a sus juegos cuando el Sol se escondía por poniente, dando por finalizado el día.

Así fueron pasando los días, los meses y los años, en aquella salina, donde Manué y Rucio se hicieron adultos y ambos se convirtieron en inseparables amigos con el permiso del Capataz, que incluso jubiló al borriquillo cuando Manué fue a la mili y lo mandaron a África, de donde regresó siendo un héroe y decidiendo convertirse en todo un atractivo galán y elegante militar, pero eso es otra historia que otro día contaré porque hoy, Colorín, Colorado, este cuento se ha acabado.

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