Érase una vez, en la bonita localidad gaditana de San Fernando, cuando los vecinos del famoso callejón Cróquer, se vieron felizmente sobresaltados por la tierna y hermosa historia de amor, acontecida entre la rosa Rosalía y el clavel Clavelino, que hoy les quiero contar.
Todo ocurrió hace ya mucho tiempo, cuando aún estaba, el cuartelillo de la Guardia Civil, cerca del citado callejón, por el que a diario transitan numerosos cañaíllas para dirigirse desde la céntrica calle Real, a la confluencia de las calles Murillo, Cardenal Espínola y Diego de Alvear, o viceversa.
Como cada primavera, aquel año, los inquilinos que convivían como si fuese uno más, de los muchos patios de vecinos, que por aquel entonces poblaban La Isla, se organizaron para encalar y exornar las paredes, ventanas, balconadas y balcones, con un extenso y variado tipos de macetas y flores, que además de ser agradable a la vista de los viandantes, sirviera de ocupación y entretenimiento para los residentes del peculiar entorno peatonal.
Entre todas aquellas macetas, donde las mas comunes contenían rosas, claveles, geranios, margaritas, hierbabuena, perejil, cactus y palmeras pequeñas, también se sembraban algunas flores exóticas o al menos poco corrientes por estos lares, en especial en aquellos recipientes que se asentaban en el suelo.
Consolidado el hermoso y aromático vergel vertical por las paredes o ventanas, y horizontal a ras del suelo o en los bordes de los tejados, pronto se comenzó a rumorear la existencia de una especial relación, que parecía haber surgido entre la rosa Rosalía y el clavel Clavelino, a pesar de estar arraigadas en macetas colgadas en paredes que se encontraban una frente a la otra, pareciendo que se comunicaban a base de impetuosos balanceos y aromáticos mensajes, sin que mediaran la ayuda de los vientos de poniente o de levante que los impulsaran, o que al menos facilitaran enviar las sutiles misivas.
La rosa Rosalía, sin venir a cuento, a veces abría su corola sobre el cáliz, para dejando al aire sus estambres, procurando que el vaivén de sus pétalos como si fuesen las alas de una mariposa, impulsaran el polen que aromatizara su entorno y llegara a la pared de enfrente donde se encontraba el clavel que le hacía tilín y encendía la savia que recorría todo su cuerpo.
Otras veces y también de forma sorpresiva y coqueta, cimbreaba todo su cuerpo sobre el pedúnculo o tallo para atraer las miradas de su ensimismado Clavelino, al que se le secaban los pétalos del ardiente deseo por estar cerca de la candidata a ser la flor de su vida.
Por su parte, el clavel cuya corola de pétalos era mas densa y compacta, se mantenía erguido y sobresaliente, cual espigado galán que de forma elegante, mantenía el tipo para que su deseada Rosalía, se sintiera cada vez mas atraída por él, mientras imaginaba un futuro cerca de su querida rosa, soñando que las tiernas manos de sus cuidadoras, enredaran sus tallos, en busca de nuevos esquejes con los que poder perpetuar el hermoso jardín de aquel bello rincón isleño.
Las pacientes y mimosas cuidadoras de aquel tramo del callejón Cróquer, eran Carmen y Dolores, vecinas que desde sus ventanas frente a frente, habían ampliado a lo largo de los años, una entrañable amistad que ya venía de sus madres, y que cada día cultivaban con interminables charlas a través del enrejado de sus ventanas, mientras cada mañana cocinaban pucheros, cocidos, frituras o ensaladas, para el resto de sus familias.
Habiéndose percatado las citadas vecinas del peculiar romance surgido entre sus paredes, y sintiéndose responsables de sus retoños florales, Dolores y Carmen, las simpáticas y cariñosas vecinas que cada día, ataviadas con sus pulcros y coloridos delantales, bordados con los más variopintos temas, y sujetados a la cintura y al cuello, por tirantes con hermosas tirillas de encajes, que cuidaban con mimo y esmero el espacio vertical y horizontal que delimitaban el ancho de sus viviendas, decidieron tomar cartas en el asunto y facilitar el acercamiento de sus queridas Rosalía y Clavelino.
A tal efecto decidieron premiar los corazones de sus queridas y enamoradas flores, comprando un soporte para macetas con dos aros, donde alojar juntos a Rosalía y Clavelino, y poder colgarlas cada día en una pared diferente para que ninguna de las cuidadoras sintiera que su pared perdiera algún tipo de beneficio por la decisión tomada.
Desde entonces Dolores y Carmen, cada tarde a la fresca, sacaban sus sillas al callejón y desde la pared de enfrente de donde estaban Rosalía y Clavelino, – los días pares en la pared de la casa de Dolores y los impares en la de Carmen -, se ponían a coser y charlar mientras de reojo, miraban como su rosa y su clavel, pelaban la pava, guardando la respetuosa compostura que se esperaba de los joviales y decentes novios del callejón Cróquer, que desde aquel día fueron felices y comieron perdices, mientras los cañaíllas a sus pies paseaban gozosos, por un tramo peatonal hermosamente ornamentado y ambientado con delicados aromas, mientras sorteaban los calores primaverales y veraniegos con la sombra del callejón.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
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